viernes, 12 de febrero de 2010

Judith Butler. Críticamente subversiva.

Una molestia invertida

El término queer surge como una interpelación que plantea la cuestión de la fuerza y de la oposición, de la estabilidad y la variabilidad en el seno de la performatividad. Este término ha operado como una práctica lingüística cuyo propósito ha sido el de la degradación del sujeto al que se refiere o, más bien, la constitución de ese sujeto mediante esse apelativo degradante. Queer adquiere todo su poder precisamente a través de la invocación reiterada que lo relaciona con acusaciones, patologías e insultos. Se trata de una invocación a través de la cual se ha ido estableciendo un vínculo entre comunidades homofóbicas. Esta interpelación se hace eco de otras interpelaciones pasadas y una a todos los hablantes como si éstos hablaran al unísono a través del tiempo. Se trata de un coro imaginario que increpa “¡marica!”.¿Hasta qué punto, entonces, ha intervenido el performativo queer, codo con codo con el “yo os declaro”, como una deformación de lo performativo de la ceremonia nupcial? Si la expresión performativa actúa como ratificación que efectúa la heterosexualización del enlace social, quizás también entra en juego precisamente como el tabú degradante que “convierte en raros” a todos aquellos que se resisten o que se oponen al orden social, así como también a aquellos que lo ocupan sin el consenso social hegemónico.
A propósito de lo anterior, recordemos que las reiteraciones no son simplemente réplicas. Y el “acto” mediante el cual un nombre autoriza o desautoriza un conjunto de relaciones sociales es, necesariamente, una repetición. Por el momento, citaré a Derrida:

Un enunciado performativo ¿podría ser un éxito si su formulación no repitiera un enunciado “codificado” o iterable, en otras palabras, si la fórmula que enuncio para abrir una sesión, botar un barco o proclamar un matrimonio no fuera identificable como conforme a un modelo iterable, si por lo tanto no fuera identificable de alguna manera como “cita”? En esta tipología, la categoría de intención no desaparecerá, tendrá su lugar, pero desde ese lugar no podrá ya gobernar toda la escena y todo el sistema de enunciación” (pag. 18)

Si un enunciado performativo tiene éxito eventualmente (y me refiero al “éxito” como algo única y exclusivamente eventual), no se debe al hecho de que una intención gobierne con éxito la acción del discurso, sino a que esa acción es el eco de una acción anterior y acumula el poder de la autoridad a través de la repetición o cita de un conjunto de prácticas autoritarias precedentes. Esto significa, por consiguiente, que un enunciado performativo “funciona” hasta el punto de que encubre y recurre a las convenciones constitutivas que lo activan. En este sentido, no hay término o afirmación que pueda intervenir de manera performativa sin la historicidad del poder, una historicidad que se acumula y que se oculta.
Esta teoría de la performatividad implica que el discurso tiene una historia[1] que no solamente precede sino que condiciona sus usos contemporáneos, y que esta historia, por su parte, descentraliza la idea presentista del sujeto como origen y como propietario de aquello que dice[2]. Desde esta perspectiva, los términos que no obstante reivindicamos, y a través de los cuales insistimos en politizar la identidad y el deseo, a menudo requieren una inversión respecto a esta historicidad constitutiva. En consecuencia, todos aquellos que hemos puesto en duda las premisas presentistas de las categorías contemporáneas de la identidad somos acusados de despolitizar la teoría. Y, sin embargo, si la crítica genealógica del sujeto consiste en cuestionar las relaciones de poder excluyentes y constitutivas mediante las cuales se forman los fundamentos de los discursos contemporáneos, resulta que la crítica del sujeto queer es fundamental para la democratización constante de las políticas queer. Si bien es cierto que necesitamos términos identitarios, y debemos defender el “salir del armario”, estas nociones deben someteerse a una crítica de las operaciones excluyentes de su propia producción: ¿quiénes han tenido la oportunidad histórica de “salir” y se lo han podido permitir?, ¿a quién representa y a quién excluye el término y con qué acepción?, ¿acaso tiene la reivindicación universal del término “salir del armario” una connotación de clase que no está explícita?, ¿para quién presenta el término un conflicto insoluble entre afiliación racial, étnica o religiosa y política sexual?, ¿cuáles son los usos determinados del término que autorizan ciertas políticas y que suprimen o dejan a otras en un segundo plano? ¿cuáles son esas políticas? En este sentido, la crítica genealógica del sujeto queer será fundamental para la política queer en la medida en que constituye una dimensión autocrítica dentro del activismo, un llamamiento constante a que tengamos en cuenta el poder excluyente de una de las premisas contemporáneas más preciadas del activismo.
Si bien es necesario hacer reivindicaciones políticas recurriendo a las categorías de identidad y exigir el poder de nombrarse a uno mismo y de determinar las condiciones bajo las cuales se usa nuestro nombre, es también imposible mantener ese tipo de dominio sobre la trayectoria de esas categorías dentro del discurso. No pretendo poner en entredicho el uso de las categorías de identidad, pero cabe recordar el riesgo que comportan estas prácticas. La exspectativa de autodeterminación que suscita la autodeterminación diverge paradójicamente de la historicidad del término, puesto que la historia de los usos del mismo nunca se ha podido controlar. Sin embargo, esta historia delimita el uso de lo que ahora es símbolo de autonomía. Los futuros intentos de utilización del término en contra de sus usos actuales sobrepasarán el control de aquellos que quieren determinar el curso de los términos en el presente.
Si la palabra queer debe ser un lugar de contienda colectiva, un punto de partida para una serie de reflexiones históricas e imágenes futuras, deberá permanecer ese término que, en la actualidad, nadie posee del todo, y que debe ser constantemente resistematizado, distorsionado, desviado de usos anteriores y dirigido hacia apremiantes objetivos políticos en expansión. Quizás también deberá ser abandonado en favor de términos que lleven a cabo la acción política de manera más efectiva. Ese abandono sea tal vez necesario para poder acomodar, sin domesticarlas, las críticas democratizantes que han reconfigurado y reconfigurarán los contornos del movimiento de una forma que todavía no podemos prever con exactitud.
Puede ocurrir que la presunción de autonomía que se halla en la idea de autodeterminación sea el paradigma de la presunción presentista. Me refiero al convencimiento de que hay alguien que llega al mundo, al discurso, sin una historia y que ese alguien se constituye a sí mismo dentro de la magia del nombre y a través de esta magia. Se trata de la confianza en que el lenguaje expresa una “voluntad” y una “elección” en lugar de una compleja y constitutiva historia del discurso y del poder, la cual conforma los rrecursos invariablemente ambiguos a través de los cuales se forja y se reelabora una capacidad de actuar que es queer y nos hace queer. Por lo tanto, replantear la intervención queer en esta cadena de historicidad significa entonces reconocer un conjunto de coerciones sobre el pasado y sobre el futuro que inmediatamente delimitan tanto la capacidad de actuación como aquellas condiciones que más la posibilitan.
A pesar de ser un término amplio, queer se utiliza de tal forma que fortalece una serie de divisiones que se solapan. En algunos contextos, se refiere a una generación de jóvenes que se resiste a las políticas más institucionalizadas y reformistas que designan los términos “lesbiana” y “gay”; en otros ámbitos, a veces los mismos, ha designado un movimiento compuesto predominantemente por blancos que no ha abordado del todo la manera en que queer entra –o no entra- en juego dentro de las comunidades no blancas. Mientras que en algunas instancias el vocablo ha movilizado el activismo lesbiano (Smyth), en otras representa una falsa unidad entre hombres y mujeres. De hecho, podría ocurrir que la crítica del término haga resurgir movilizaciones tanto feministas como antirracistas en el seno de las políticas gays y lesbianas, o que abra nuevas posibilidades de coaliciones que no dan por sentado que estos grupos sean radicalmente diferentes unos de otros. El término se modificará, se descartará o se considerará obsoleto hasta que ceda a las instancias que se resisten al mismo, precisamente a causa de las exclusiones que lo activan.
Así como no nos sentimos responsables de aquellas palabras que tienen una carga socialmente ofensiva, no podemos tampoco crear de la nada los términos políticos que representen nuestra “libertad”. Y, sin embargo, no deja de ser necesario elaborarlos y volverlos a elaborar en el seno del discurso político.
En este sentido, sigue siendo necesario desde el punto de vista político reivindicar palabras como “mujeres”, “marica”, “gay” y “lesbiana”, precisamente en virtud de cómo éstas, por así decirlo, nos definen antes de que tengamos plena conciencia de ello. La reivindicación de estos términos a la inversa será necesaria para refutar usos homofóbicos de los mismos en los ámbitos de la ley, las políticas sociales, la calle y la vida “privada”. Pero la necesidad de activar “el error necesario” de la identidad (según la terminología de Spivak) siempre entrará en conflicto con la crítica democrática del vocablo que interviene en contra de sus usos en regímenes discursivos racistas y misóginos. Si las políticas queer son independientes de estas otras modalidades de poder, perderán toda su fuerza democratizante. La deconstrucción política de lo “invertido” no debería paralizar el uso de estos términos. Sería ideal que extendiera sus límites para así ayudarnos a considerar a qué precio y con qué objetivo se utilizan, y mediante qué relaciones de poder se han forjado esas categorías.
Una reciente teoría sobre la raza ha subrayado que “raza” se ha usado al servicio del “racismo” y ha propuesto una investigación con una base política sobre el proceso de racialización, la formación de la raza (Omi y Winant 1986; Appiah 1986; Guillaumin 1988; Lloyd 1991). Dicha investigación no suprime o prohibe el término, aunque sí insiste en que indagar en la formación del concepto va estrictamente ligado al problema contemporáneo de entender qué es lo que esta palabra puede desencadenar. Esta reflexión sirve también para los estudios queer, dde manera que “queering” puede indicar una investigación sobre: a) la formación ded las homosexualidades (una investigación histórica que no puede dar por supuesta la estabilidad del término, a pesar de las presiones políticas que existen en ese sentido) y b) el poder deformativo y distorsionador que la expresión posee en la actualidad. En el centro de esta historia se hallará la formación diferencial de la homosexualidad más allá de las esferas raciales, incluyendo las formas en que las relaciones raciales y reproductivas se articulan mutuamente.
Si afirmamos que la identidad es un error necesario, entonces también podemos decir que queer es sin duda necesario, pero esa afirmación describirá solamente una parte de la “política”. Es igualmente necesario, y quizás también igualmente posible, afirmar la contingencia del término: dejar que lo conquisten aquellos que son excluidos por el mismo, pero que con toda legitimidad esperan poder ser representados por él; dejar que adquiera significados que ahora mismo no puede vaticinar una joven generación cuyo vocabulario político puede tener implicaciones muy diferentes. En efecto, la palabra queer en sí misma ha sido precisamente una representación discursiva del activismo de las lesbianas y los gays más jóvenes y, en otros contextos, de algunas intervenciones de las lesbianas, e incluso en otros ámbitos, de las reivindicaciones de aquellas personas bisexuales y heterosexuales para quienes el vocablo representa una afiliación con las políticas antihomofóbicas. El hecho de que queer pueda convertirse en un emplazamiento discursivo cuyos usos no están totalmente predeterminados ddebería ser una de las características a salvaguardar no sólo para poder continuar democratizando las políticas queer, sino también para exponer, afirmar y reelaborar la historicidad específica del término.

[1] Esta historicidad del discurso se refiere a la manera en que la historia constituye el discurso en sí. No se trata simplemente de que los discursos se hallen localizados en historias, sino que tienen su propio carácter constitutivo. Historicidad es un término que implica directamente el carácter constitutivo de la historia en las prácticas discursivas, es decir, una condición en la cual una “práctica” no puede existir aparte de la sedimentación de convenciones mediante las cuales se produce y se puede interpretar.
[2] Sostengo que una investigación es presentista cuando a) universaliza una serie de presupuestos independientemente de las trabas históricas y culturales a las que se pueda enfrentar dicha universalización, o cuando b) toma un grupo dedterminado de términos y los universaliza erróneamente. Puede ocurrir que en un caso determinado los dos gestos resulten ser el mismo. Sería, no obstante, un error declarar que todo el lenguaje conceptual o filosófico es “presentista”, una afirmación que equivaldría a hacer que toda la filosofía se convirtiera en historia. Entiendo la noción foucaultiana de “genealogía” como un ejercicio específicamente filosófico que expone y traza la instalación y la actuación de falsos universales. Agradezco a Mary Poovey y a Joan W. Scott que me hayan explicado este concepto.
Judith Butler, Críticamente subversiva. Mérida Jiménez, Rafael M.(ed.), Sexualidades Transgresoras. Una antología de estudios queer, Editorial Icaria, Barcelona, 2002, pp:57-63

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